Una persona humilde tiene no sólo
una modesta aunque sólida conciencia de sus propios méritos, sino también de
sus limitaciones. En el momento en que piensas que ya lo has visto todo o lo
sabes todo («he estado allí, he hecho eso y lo otro…»), el universo se percata
de tu arrogancia y te envía una gran dosis de humildad. Debes abandonar la idea
de que no te queda nada por aprender. Los maestros zen saben muy bien que,
incluso para ellos, nunca acaba el camino del aprendizaje.
La humildad es la lección que más
duele, pues asociada a ella aparece siempre algún tipo de pérdida. Al universo
le gusta mantener un cierto equilibrio en todo, de ahí que cuando un ego
soberbio desconoce la cortesía y la paciencia, haga aparecer la humildad para
que ese ego vuelva a pisar suelo firme. Aunque ese aguijonazo se siente a veces
como una herida, se trata de un aviso muy importante para poder mantener tu
equilibrio.
Algunas personas tienen tanto
éxito en la vida que lo dan por supuesto y esperan que las cosas les sean
favorables automáticamente. Cuando esto deriva en un ego descomunal que
desprecia la paciencia y la cortesía, se engendra arrogancia. Entonces, la
humildad se convierte en una necesidad para ese currículo vital. Eso es lo que
le sucedió a Will.
Atractivo, atlético, de tez
bronceada y mirada penetrante, Will parecía un modelo y se vestía como tal. Las
cosas le iban muy bien y todo lo que se proponía lo conseguía de acuerdo con
sus deseos. Gracias a su encanto, su inteligencia y su talento, su negocio
funcionaba al máximo y el éxito se había convertido en una constante en su
vida.